Tomo 8: Uruguay y sus claves geopolíticas

Prólogo de Ruben Cotelo. VIVÍAN TRIAS: LOS AÑOS DE FORMACIÓN Y APRENDIZAJE

    Invierno de 1948, Eduardo Acevedo y Lavalleja, Liceo Nocturno, primer año de Preparatorios de Derecho. Ingresa a la clase de filosofía, Salón 1, el nuevo profesor, suplente y sustituto del anterior, que monologaba y producía sopor a los cansados trabajadores que asistían al curso. El nuevo despierta la atención.
   Corpulento, vigoroso pero pesado, con aspecto del deportista que lucha vanamente contra la adiposidad, el nuevo tiene más o menos la edad promedio de los asistentes, unos veinticinco años. Monologará, con una sonrisa que pliega el labio superior prominente, pero con resultados totalmente opuestos a los de su antecesor. Su tema de esa noche, de acuerdo con el programa: el pensamiento de Max Scheler, que él recorre desde la fenomenología a la teoría de los valores, con particulares referencias al puesto del hombre en el cosmos y a esa suerte de sociología abstracta que en el alemán implicaba también una filosofía de la historia. Las ideas de Max Scheler, desde que las difundiera la Revista de Occidente con diligencia filogermana durante los años veinte, mantienen su vigencia entre los profesores uruguayos, aunque éstos ya comienzan a virar hacia el existencialismo sartriano de posguerra que propaga Les Temps Modernes desde París.
   Los trabajadores intuyen de inmediato que el nuevo ha estudiado, que sabe y le gusta enseñar, lo que crea una instantánea adhesión entre ellos y la figura de pie ante la tarima. En un momento el nuevo contempla a la clase y entiende que la exposición exige un complemento visual que fije el camino recorrido. Sin vacilar se dirige al pizarrón para esquematizar y jerarquizar el compacto tejido que arma el pensamiento del filósofo alemán. Los trabajadores, ahora convertidos en dóciles estudiantes, toman apuntes de la exposición y del esquema dispuesto en el pizarrón. Han comprendido o creído comprender, lo que viene a ser lo mismo; pero no saben todavía que acaban de caer seducidos por la dialéctica pedagógica, más duradera que la simple y aparente comprensión del contenido mismo de la clase dictada. La campana del recreo rompe el encanto y todos se ponen de pie, satisfechos. Valdrá la pena acercarse en otro momento a esa figura corpulenta y enfundada en un sobretodo oscuro que se aleja bajo la luz amarillenta hacia el salón de los profesores.
   Vivian Trías dictó unas pocas semanas de clase y luego dio paso al titular, con gran pena de los alumnos. De éstos, algunos gustaban conversar con el joven profesor durante los intervalos, donde era frecuente verlo rodeado de muchachos en los patios del liceo de los trabajadores. Era ya, en germen, un caudillo didáctico, a quien gustaba explicar el mundo como paso previo a su transformación. Es seguro que alguna de las ruedas estuviera integrada por socialistas, de cuyas juventudes Trías era secretario. Pero los socialistas pesaban poco en el Liceo Nocturno, polarizado entonces por los duros enfrentamientos, verbales casi siempre aunque también llegaran a los puñetazos, entre anarquistas y comunistas. En esos patios débilmente iluminados y en las oscuras esquinas cercanas se liberaban los últimos rencores por la derrota en la guerra civil española, caliente aún en los ánimos internacionalistas de la minúscula izquierda uruguaya.
   De Vivian Trías se sabía poco: apenas que vivía en Las Piedras y estudiaba vagamente medicina, dato extraño en el profesor aspirante o agregado en filosofía e historia. Nunca confesó que hubiera sido poeta adolescente, aunque durante charlas informales en aquellos patios del Liceo Nocturno dejó constancia incidental de su afición poética, en particular de su fresca lectura de La colina del pájaro rojo, de Emilio Oribe, de escaso recibo, ya entonces, entre los más jóvenes, por sus densidades reflexivas y sus preocupaciones metafísicas. Por algo lo atraía ese Oribe.
   Si se le veía habitualmente de noche se debe a que siempre fue un noctámbulo empedernido: se le encontraba casualmente en alguna librería que permanecía abierta hasta tarde o bajando por Rondeau hacia la Estación Central, a tomar el último tren a Las Piedras. Franco, abierto, locuaz, era un dialogante nato, un peripatético siempre dispuesto a conceder su tiempo, que se detenía con él en cualquier esquina montevideana. Disfrutaba conversando.
   Contra el tedio insuperable que provocaba, a comienzos de los años cincuenta, el flamante colegiado integral, se supo que sus compañeros de las Juventudes lo habían llevado al Comité Ejecutivo del Partido Socialista y a los primeros puestos en la lista electoral para la Cámara de Diputados. Así recompensaban los muchachos que Trías les explicara el mundo, sin que nadie tuviera conciencia cabal de que tanto en la aldea como en el mundo se estaban gestando similares inquietudes generacionales. Mientras Trías se hacía conocer como fogoso orador callejero, moría Stalin en la Santa Rusia y un puñado de jóvenes cubanos asaltaba el cuartel de Moncada, produciendo apenas un leve estremecimiento en la prensa uruguaya. 1953, exactamente. Un año después Castillo Armas invadía Guatemala para derrocar el régimen de Jacobo Arbenz. Esto sí que provocó indignación.
I
UN SOL ASI DE GRANDE
 
   Son también aquellos los años en que Vivian Trías incrementó sus actividades en la publicación partidaria, donde practicó un periodismo original, distinto y removedor desde las páginas centrales de El Sol cuando éste adoptó el formato tabloid. Antes, en el formato diario, habían llamado la atención algunas notas heterodoxas, contrarias a las fórmulas estereotipadas del pensamiento izquierdista tradicional. Señálese apenas sus “Reflexiones para una teoría de Chaplin” (El Sol, 24/6/53) como un homenaje personal a un ídolo de las matinées en los cines de Las Piedras, como el retrato de un cómico genial y perseguido, como un ensayo talentoso y entusiasta, por más deudas que tuviera con las exégesis francesas que lo llamaban Charlot y en especial con el libro de Georges Sadoul. Nunca más volvió Trías a apartarse de la interpretación política e histórica, y del mismo modo que enterró su pasado poético, tampoco volvió a incursionar por terrenos de la estética.
   Tres o cuatro artículos de esos años intentaron ubicar y amplificar alguna rutinaria consigna del PS en las elecciones de noviembre de 1954, aquella que denunciaba —vayan tiempos candorosos— la “corrupción política sin precedentes” emprendida por los partidos tradicionales a través de la ley de lemas, acusaba a la industrialización que se “convierte en una irritante e injusta protección de millonarios privilegiados” y reprobara la “compra de votos al precio de jubilaciones, empleos y prebendas…” La herramienta de Emilio Frugoni era el sarcasmo moralizante, que lo llevaba a comparar el lema Renovación y Reforma de la Lista 15 de Luis Batlle con el anuncio de una sastrería. Hizo sonreír a los veteranos, pero los jóvenes la consideraron una charada inofensiva.
   Hombre de partido, disciplinado y candidato él mismo, Trías se sintió obligado a interpretar la consigna para los jóvenes, a intermediar entre la dirección y la base para que ésta viera el fondo mismo del asunto y hasta las cuestiones teóricas implicadas. En un artículo inevitablemente titulado "La corrupción, necesidad política de la burguesía" (El Sol, 18/7/54), Trías, el caudillo didáctico, explicó y de paso asentó uno de los puntos centrales de su reflexión histórica: “El pensamiento marxista, elaborado principalmente en Londres, es la consecuencia del estudio de una realidad histórica muy diferente a la que caracteriza la periferia del mundo. Su fundamento teórico y metodológico aún tiene toda su vigencia, pero su aplicación al desarrollo de los territorios dependientes requiere un reajuste y un reacondicionamiento insoslayables. Son, sobre todo, los hechos comprendidos en el lapso que va de la primera post-guerra hasta nuestros días, los que imponen esa rectificación de las clásicas fórmulas marxistas”.
   Lo viejo y lo nuevo en inversión dialéctica, con un agregado para la teoría: centro y periferia. En estas orillas del mundo y desde comienzos del siglo han surgido —según sigue el artículo— movimientos revolucionarios policlasistas, de cierto contenido nacionalista, raíces populares y conducción burguesa, entre ellos el Kuomintang chino, el Partido del Congreso hindú, el Neo-Destur tunecino, Acción Democrática venezolana, el MNR de Bolivia, el radicalismo argentino en ciertos aspectos, la Revolución Mexicana y su PRI, y entre nosotros el batllismo. En la nómina omitió mencionar al recién fundado FLN de Argelia, que posteriormente incorporaría en otros comentarios. Más reveladora es la ausencia del peronismo, el ejemplo más cercano, basta cruzar el río; pero en este caso la omisión era más bien producto de un bloqueo prudente, dictado tanto por las tendencias liberales de la sociedad uruguaya como por el frugonismo, que rechazaban al movimiento peronista por sus contenidos corporativistas y fascistizantes. La Libertadora de setiembre de 1955, año y pico después, fue saludada por una izquierda uruguaya confundida y despistada. Mucho le costó al socialismo vernáculo remontar esa cuesta, cuya primera etapa culminó en la Unión Popular de 1962 y su fracaso demostró que el partido arrastraba un electorado que seguía siendo básicamente frugonista y no deseaba experimentos innovadores que superaran el simple ensayismo teórico. En este país era norma que las convicciones políticas se enterraran en los cementerios, al desaparecer una generación.
   Trías denunciaba a continuación, en el citado artículo, las frustraciones de las burguesías dependientes, incapaces de imponerse al imperialismo, liquidar los restos feudales, acceder a la acumulación capitalista, implantar la industrialización autosostenida y conquistar la democracia política, tal como sucedió en Europa y Estados Unidos. En los países marginales la frustración de las revoluciones burguesas es una fatalidad histórica, ya que la burguesía es producto del transplante imperialista (latifundio, comercio, banca) y no de un desarrollo endógeno, nativo, basado en infraestructuras propias. Aquí se advierte, ya, el atisbo de un distanciamiento de las tesis tradicionales del socialismo platense, de Juan B. Justo a Emilio Frugoni, y también del comunista Rodolfo Puiggrós. Las burguesías de la periferia no son exactamente iguales, por razones de dependencia, a las del centro. También aquí se perciben ecos y afinidades con las ideas del argentino Jorge Abelardo Ramos, difundidas en el Uruguay a partir de América Latina: un país (1949) y una copiosa folletería nacionalista y revisionista de origen argentino, suerte de izquierda federal y provinciana que ejerció influencia en ciertos círculos de intelectuales independientes montevideanos. Denunciada la enajenación liberal, comenzaron a resquebrajarse algunos de los esquemas tradicionales de la izquierda uruguaya, en un proceso anterior, lateral y radicalmente distinto del que afectó al Partido Comunista con la caída de Eugenio Gómez (1955) y de la desestalinización promovida por el XX Congreso del PCUS (1956).
   Todavía, en 1955, El Sol no había cambiado de formato y se publicó allí otra excursión didáctica de Trías, a propósito de la huelga de los empleados bancarios que estalló poco después de instalado el segundo gobierno colegiado luego del triunfo de la Lista 15 de Luis Batlle. Para él, la huelga bancaria significaba la crisis del “Estado Batllista”, unida como estaba a los conflictos de los trabajadores de ANCAP, puerto, salud pública y municipales que acosaron a la primera administración colegiada. Pocas veces Trías hizo análisis de la vida sindical del país y en este caso, como en otros, su mirada se alzaba sobre el acontecimiento en sí los efectos de contemplarlo panorámicamente y en una secuencia de décadas de historia. En su interpretación, el Partido Colorado, “ventana atlántica, abierta a la influencia exterior desde la Guerra Grande”, impulsó con Batlle y Ordóñez un tipo de Estado que se comportó como un organismo conciliador en las luchas de clases, apunte de Trías efectivamente cierto puesto que desde El Día su director admitía la realidad de los enfrentamientos clasistas en las viejas sociedades europeas, pero no en el Uruguay.
   Espigando en el libro de Giúdice y González Conzi, de 1928 pero todavía —casi treinta años después— una auténtica enciclopedia de la doctrina batllista, Trías esbozó los rasgos que caracterizaron a ese tipo de Estado (bien conocido: nacionalizaciones de servicios públicos, ampliación de las llamadas funciones secundarias, justicia social concedida desde la cumbre, lucha contra el “empresismo”), admitiendo incluso su carácter nacional y contrario al Imperio Británico, que era entonces el vigente en esta región de América. A ese complejo histórico-jurídico lo llamó el “Estado-Batlle-Caudillo” para recoger expresivamente el conjunto de signos de una época que ya comenzaba a declinar. Al agregarle el ingrediente irracional, completó el cuadro desaparecido: “El pueblo —sobre todo mientras vivió don Pepe— siguió viendo en el nuevo Estado una personificación del caudillo y, más concretamente, del propio Batlle. No era al Estado al que se le pedía, ni era del Estado —concepto abstracto y complejo— que se esperaba algo. Se le pedía a Batlle y se esperaba de Batlle. Para las masas —por mucho tiempo— el Estado residía en Piedras Blancas”.
   Como sucedía en otras orillas del mundo, en el Uruguay la revolución burguesa iniciaba la etapa de la frustración: había dado todo lo que podía dar en cuanto tal y la “dialéctica del proceso histórico” convertía en signos negativos todo lo que antes parecía, y era, positivo. “La capacidad creadora del Batllismo, su condición de intérprete de las aspiraciones nacionales, habrían de agotarse”.
  Trías se plantaba en medio de los años cincuenta, miraba hacia atrás, en la historia, analizaba el significado del presente, el trasfondo de la anécdota, y señalaba hacia el futuro con esa vocación profética que había aprendido del buen marxismo. Cambios múltiples, contralor de exportaciones e importaciones, estancamiento agropecuario, exenciones tributarias y subvenciones, habían formado una maraña sólo inteligible para los grupos de presión que luego degeneró en oportunidades para negocios improductivos y simples estafas o escándalos como fueron el de los cueros pelados y peludos, o la importación de maquinaria textil que, al abrirse los cajones, se convertía en pura chatarra para museos industriales. Fue un festín para la derecha opositora, en tanto que el movimiento sindical conocía por primera vez (huelga de 1951 en la ANCAP) la violencia de las medidas prontas de seguridad. El neobatllismo se iba quedando solo con su alma.
   El “partido picana” de Frugoni, exigente y moralizante, reprobatorio y a la vez tolerante, lo que dejaba entrever una benevolencia subterránea con el primer batllismo, el de don Pepe, se fue deslizando lentamente hacia la acritud y el rechazo frontal de la nueva generación, a la que Trías enseñaba, en sus seductoras interpretaciones históricas, el agotamiento del modelo maculado por la corrupción y anunciaba el fin de un ciclo que se cumpliría con la derrota del Partido Colorado en las elecciones de 1958.
   La clase intelectual tomó higiénicas distancias críticas, con la universidad misma a la cabeza, seguida por los estudiantes en una resonante huelga por la autonomía. Fueron los signos iniciales de un divorcio que se profundizó durante la década siguiente y de un inconformismo que persiste hasta hoy, verdadera trama secreta del encono que separó a los intelectuales de una clase gobernante desgastada. Mientras tanto, siempre en los años cincuenta, la Liga Federal de Acción Ruralista se apropiaba de masas y voluntades en campos y pueblos del Interior, fisurando lealtades partidarias. A su vez, en los barrios populares de Montevideo, en ese arco fabril que se extiende del Cerro y La Teja hasta Maroñas y camino Maldonado, reinaba la ambigüedad: el caudal electoral se volcaba disciplinado a los partidos tradicionales, pero en fábricas y talleres ascendían nuevos dirigentes sindicales, en particular militantes del PC conducido ya por Rodney Arismendi. Imperceptible desplazamiento: un procurador universitario que jamás se recibiría de abogado, Raúl Sendic, era enviado por el PS a organizar sindicalmente a los trabajadores arroceros, luego a Paysandú y más tarde a los cañeros zafrales de Bella Unión. Todas las semillas estaban echadas.
 
II
NUESTRO TIEMPO
 
   Las tensiones intelectuales eran en cambio perceptibles, sobre todo como alteración, contraste y disonancia ante los intereses estéticos y puramente literarios que se impuso la Generación del 45 a partir de su movimiento de revistas, a fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta (Clinamen, Asir, Escritura, Número), que atendían a un público reducido aunque exigente en materia de consumo cultural.
   Otras publicaciones marcaron distintos rumbos y preocupaciones de la joven clase intelectual y en casi todas ellas colaboró Vivian Trías: Nuestro Tiempo, Tribuna Universitaria, Nexo, El Sol en su formato tabloid. En éstas, a diferencia de sus predecesoras, no se escribía sobre cine, novela, poesía y arte, sino de política, economía, historia y sociedad, también para un público minoritario, pero cejijunto y preocupado. Estas publicaciones coincidieron cronológicamente y hasta se superpusieron durante un breve lapso, de 1954 a 1959. Compartieron entre sí y con su época aquellos rasgos de ambigüedad, transición, ambivalencia, inquietud y contradicción, como una convivencia de lo viejo con lo nuevo, de posada en un camino que va de una etapa a otra, sin que el intermedio común constituya plataforma segura de nada que no sea una suerte de confluencia inestable y accidental de escasos cinco años. Su interés documental reside hoy en que fueron puente, no ruptura, que vendría después.
   Abrió la marcha Nuestro Tiempo, la más bivalente, indecisa y oscilante, pese a su reconocido origen en el PS y quizá por ello mismo. Duró cinco números, de 1954 a 1957. Su director era Carlos Rama y su administrador Mario Jaunarena. El programa editorial que se publicó en el primer número recogía el temblor que sentían los escritores europeos al término de la Segunda Guerra Mundial: “Una crisis profunda sacude a nuestra civilización. No es sólo crisis económica, es también de modos de pensar, de sentir y de vivir, de valores y de principios. Es todo un mundo que agoniza a nuestros ojos mientras surge, a través de la tragedia contemporánea, uno nuevo, de perfiles aún imprecisos y a veces contradictorios”.
   A renglón seguido, los editores proponían “poner punto final al sistema capitalista” y eliminar la explotación y dominio de unos hombres sobre otros, de unas clases por otras, de unos pueblos por otros pueblos. Para América Latina postulaban un destino independiente tanto de la “burocracia soviética” como del espíritu de lucro de los “grandes consorcios capitalistas”. Para el Uruguay denunciaban el virtual monopolio que ejercían los partidos tradicionales en la vida pública, acentuado por la reforma constitucional de 1952 (el colegiado). Enrique Broquen, abogado y socialista argentino exiliado en Uruguay, contribuyó con una extensa crónica sobre el crimen cometido contra Guatemala y R.S. (Raúl Sendic) colaboró con una nota sobre la situación de Brasil después del suicidio de Getulio Vargas.
   Ninguna novedad incorporó al segundo número (febrero de 1955) dentro del socialismo convencional, reafirmado por Enrique Broquen al denunciar “el estado totalitario de Argentina” bajo el gobierno de Perón, un dictamen que ninguna historiografía seria recogería con el tiempo, justificable hoy como certificado del embotamiento de la comprensión que producen las persecuciones y el exilio.
   El tercer número, tres meses después, presentó un tenue renuevo: la incorporación de Vivian Trías a un comité de amigos de la revista. El novel diputado, que ingresara en la cámara como suplente de Mario Cassinoni al desplazarse éste al rectorado de la universidad, retribuyó publicando en esa misma entrega su primer gran ensayo de juventud: “Raíces, apogeo y frustración de la burguesía nacional”, una interpretación parcial del siglo XIX uruguayo, extendida hacia el final, como boceto, sobre la gestión del primer batllismo en las tres primeras décadas del presente siglo. Ideas y hasta fragmentos de esas páginas hablan sido adelantadas, como vastos artículos periodísticos, en el semanario El Sol. Su sustancia misma prolongaba, aunque con mayor frescura y solventes agudezas, las versiones heredadas de esa suerte de izquierda sarmientina que alimentaba el PS (y su homólogo argentino) desde su fundación y según las fuera expresando Emilio Frugoni al separarse, hacia la izquierda, del Partido Colorado, liberal y mitrista. En el ensayo de Trías, un matiz aquí, una omisión allá y sobre todo cierta comprensión de la hostigada cultura del país criollo y rural, sugerían el comienzo de un desprendimiento doctrinario que estaba latente, como en disponibilidad.
   Valga el contraste y la oportunidad de registro que autoriza la revista en ese mismo número, para señalar la inversión interpretativa que en Trías vino a manifestarse en pocos años. En la sección documentos, Carlos Rama, profesor de historia y director de la publicación, reprodujo el “Manifiesto Socialista” de 1910 redactado por Emilio Frugoni. Su texto portaba un franco repudio de los “movimientos armados”, la “levantisca condición de los caudillos blancos” y los “bajos fondos de la politiquería criolla”, en franca y directa alusión tanto a las revoluciones saravistas de 1897 y 1904, como a la muy reciente “correría” de protesta que encabezó Basilio Muñoz ante el anuncio de que Batlle y Ordóñez presentaría, como lo hizo, su candidatura a su segundo período presidencial. Contraste: antepasados de Trías fueron jefes y soldados de la División Canelones en aquellas patriadas.
   Frugoni y el frugonismo estaban vivos y vigentes dentro del partido, desde la lejana, genérica, culta y poco escuchada apelación a los “obreros conscientes” y a los hombres imparciales de todas las clases, quienes más bien preferían en todo caso a personeros de mayor eficacia y contundencia dentro del Partido Colorado. Trías intentaba, ya en ese decisivo quinquenio, liberarse de la crisálida, aunque la experiencia demostró que no era una empresa holgada ya que estaba recubierta por algo más que un consistente tejido intelectual. Quizá nunca lo logró: el invento de la Unión Popular le costó la derrota electoral y más tarde la escisión del frugonismo. Raíces y tradiciones pesaban de manera gravosa también en los partidos de ideas, menos flexibles de lo que pudieran imaginar las inversiones dialécticas del caudillismo didáctico. ¿Sería demasiado malicioso aventurar que Nuestro Tiempo fue una tribuna donde se dirimieron pujas ideológicas subterráneas y afloraron tensiones generacionales dentro del socialismo? Valga mi testimonio: así lo percibí en aquella época.
   Además, valen los textos. Véase el número 4, de agosto de 1955. Enrique Broquen comentó el libro del socialista chileno Óscar Waiss, Nacionalismo y socialismo en América Latina (1954). Tomó esa pieza bibliográfica, hoy casi olvidada, como apoyo para afirmar lo siguiente: “Es el libro de Waiss la más rotunda réplica a orientaciones como la de Abelardo Ramos, entre otros, que ha hallado inexplicable eco en grupos de este país [el Uruguay], que ponen su fe en la acción de la burguesía, especialmente de la burguesía argentina, socia del capital monopolista e impregnada de ideología fascista”. Como veremos más adelante, el tiro se orientaba hacia Methol Ferré, aunque también alcanzaba a la Casa del Pueblo.
   Porque algún significado ha de tener el hecho de que el ensayo de Trías “Raíces, apogeo y frustración de la burguesía nacional” se publicara en Buenos Aires, 1960, bajo la forma de libro y adoptando el título algo impropio de El imperialismo en el Río de la Plata, por la editorial Coyoacán. Esta era dirigida por Jorge Abelardo Ramos, de orígenes trotskistas y postulante de un “apoyo crítico” al peronismo, por su contenido nacionalista, antiliberal y antioligárquico. El Colorado Ramos, así también conocido por ser pelirrojo, estuvo exiliado en Montevideo (¡perseguido por el peronismo!) hacia 1950 y desde entonces no dejaba de frecuentar nuestra ciudad, donde hizo amigos (entre ellos Trías y Methol) y dictaba algunas charlas en la Agrupación Nuevas Bases, siempre en el decisivo quinquenio de 1955/59. Históricamente revisionista y federal, mordaz polemista y disfrutable panfletario, aquí ganó lectores pero no discípulos, sacudió inercias, rompió esquemas y no convenció a nadie. Como retrucaba a Borges y se burlaba de la revista Sur con impertinencia satírica, escandalizó a Emir Rodríguez Monegal, quien lo reprobó junto con otros parricidas argentinos. El Colorado Ramos fue aquí un antídoto benéfico.
   Publicó a Trías en una colección en la que el uruguayo iba acompañado por un folleto del herrerista Alberto Methol Ferré y un libelo de Jorge Eneas Spilinbergo titulado sin lástima: Juan B. Justo o el socialismo cipayo. Tomó el nombre de su editorial de la localidad, cercana a México D.F., donde vivió Lev Davidovich Trotski amparado por Lázaro Cárdenas y donde fue asesinado en agosto de 1940 por el comunista catalán Ramón Mercader. En el corto período que abarcó el exilio, Coyoacán se convirtió en un centro de peregrinación para la secta. Interrogado por jóvenes simpatizantes latinoamericanos, el profeta desarmado les enseñó que, en términos de puro leninismo, el eje de valoración de tantos movimientos políticos de la región no pasaba meramente por la ideología de grupos y partidos, que podían ser incluso conservadores y hasta fascistizantes, sino por la posición que ellos adoptaran en la práctica frente a Estados Unidos. En otras palabras, Lev Davidovich los expulsó de Europa y los invitó a asumir su condición de sometidos, dependientes y colonizados. Se entiende, pues, el rechazo de Enrique Broquen, socialista de la vertiente culta y europeizada.
   El quinto y último número de Nuestro Tiempo apareció dos años después del anterior, debido a “dificultades económicas”, según el editorial. Alcanzó a publicar en su ocaso un nuevo ensayo de Trías, “Estancamiento y crisis interna de la burguesía uruguaya”, el que adosado “Raíces, apogeo y frustración” constituirá el contenido del librito con el sello de Coyoacán. La insistencia con Trías aconseja no dramatizar oposiciones entre éste y Broquen, seguramente unidos ambos por el respeto intelectual. Aquí se trata tan solo de indicar líneas que luego acusaron divergencias. El fastidio de Broquen era con el Colorado Ramos y, detrás, con Methol Ferré.
 En setiembre de 1955, las fuerzas armadas argentinas, en el primer acto oficial de lo que ya comenzaba a llamarse “gorilismo”, derrocaron a Perón. Broquen regresó a Buenos Aires, donde Nuestro Tiempo comenzó a fecharse, en su último número, junto con Montevideo, en la esperanza de una nueva etapa rioplatense, que no se cumplió. Alejados Rama y Broquen, que eran sus animadores, la revista meramente desapareció, dejando una huella ambigua.
 
III
NEXO
 
   Antes de irse, sin embargo, acusó recibo, en el número 4, de la entrega inicial de una nueva revista, Nexo, de orientación hispanoamericanista y que se propuso contemplar al Uruguay “como parte de esa gran unidad histórica en formación”. En la relectura, Nexo reserva hoy el agradable regalo de mencionar escasamente la palabra “crisis”, de insistencia epocal y que, además, crispaba hasta la vaguedad los títulos y las páginas de aquel quinquenio por lo demás tan removedor y original. Fue, después, como si la categoría (corte, cesura, mutación) perdiera rigor y se convirtiera en truísmo, por abusiva rotulación de diagnósticos defectuosos del simple malestar social o la mala salud de la economía. Antecedentes distintos aportaron los de Nexo. Estaba dirigida, en su primera etapa (1955), que apenas alcanzó a dos números, por Roberto Ares Pons, Alberto Methol Ferré y Washington Reyes Abadie. Los dos últimos militaban en el movimiento ruralista encabezado por Benito Nardone, al que concedieron cierta respetabilidad intelectual en su ascenso.
   Nuestro Tiempo acusó recibo, o más bien acusó el golpe. Vaya y pase con la equilibrada valoración histórica de los caudillos orientales, tejida por Reyes Abadie para culminar en Aparicio Saravia. Eran los caudillos un patrimonio que, cada quien con su divisa, compartían las veneraciones de los partidos tradicionales y estaban atesorados en la memoria colectiva de las masas, que no olvida a los mejores, a los emblemáticos. Habían sido reconsiderados por el propio Vivian Trías en un ensayo de comprensión inusitado en las hojas socialistas (“Los factores irracionales en la historia del Uruguay”, El Sol, 10/2/54), así sea a costa de interpolar, como cauda, algún apunte freudiano que los lectores del semanario partidario habrán recibido por lo menos con curiosidad. Algo se estaba moviendo en el pensamiento político uruguayo.
   Nada bueno, murmuró Enrique Broquen cuando leyó el extenso comentario de Methol Ferré sobre “El marxismo y Jorge Abelardo Ramos”. Fue el de Methol un perceptivo y hasta un amistoso intento de comprensión de un sistema de ideas y una praxis que habían aportado desentendimiento en América, con la casi solitaria excepción del peruano Mariátegui, nuestro desconocido Gramsci de aquellos años. Intento más notable puesto que provenía de un escritor cuyas raíces se hundían en la Iglesia Católica, el herrerismo y, recientemente, en el ruralismo, nada que ver las tres con el marxismo, todo lo contrario. Sin embargo, afinidades tan heterodoxas partían de un subsuelo común que era el revisionismo histórico platense, uno de cuyos exponentes seguía siendo entonces Luis Alberto de Herrera. Sobre esta base intelectual se fundamentó el encuentro de Trías, Methol y Erro en la Unión Popular de 1962. Se entiende entonces que la empresa del Colorado Ramos pudiera constituir, a ojos del comentarista uruguayo, la fecunda reinserción del marxismo en la realidad concreta americana, en su arraigo y apropiación a los efectos de integrarse a la “revolución nacionalista democrática”, según el escoliasta. La inquietud hallaría una expresión política en pocos años.
   Tradición y conciencia del pasado, junto con cierta espiritualidad difusa, aproximan hoy, en la perspectiva, las preocupaciones de Nexo con la más literaria Asir, tan disímiles en otros campos. En su fugaz primera etapa, Nexo recogió otro aire del tiempo, ese tercerismo que reprobaba simultánea y simétricamente a Estados Unidos y a la Unión Soviética, vistos como doble conjunto alienatorio que segregaba a los países dependientes y neocolonizados, ese Tiers Monde que los teóricos franceses comenzaban a identificar. La expresión “tercer mundo” había sido creada en 1952 por el agudo publicista Alfred Sauvy, como una audaz aproximación histórica: Tiers Etat/Tiers Monde.
IV
TRIBUNA UNIVERSITARIA
 
   Afinidades, tendencias, ondas, aires del tiempo, terminan hallando vehículos de expresión, tarde o temprano. Así sucedió con otra revista, Tribuna Universitaria, cuyo primer número (octubre de 1955) optó por llamarse sencillamente FEUU, como publicación de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay y dedicada, en su salida, a temas casi exclusivamente universitarios. Eran los retazos de viejas banderas: la Reforma Universitaria, Córdoba1918, Gabriel del Mazo, los grupos Claridad, las “universidades populares”, el magisterio de Romain Rolland. Jirones del pasado, amores de estudiante, no recibían una versión crítica ni histórica y hoy ese número se relee interpretativamente como una despedida o saludo a los buenos tiempos viejos.
   El segundo número, meses después (julio de 1956), ya cambia algo, por lo menos de nombre y un poco de contenido, de mayor interés general, lo que se acelera a partir del tercero, gracias a un conjunto de colaboradores muy calificados, no todos universitarios, gracias a Dios. En Tribuna Universitaria se presentaron al público los nuevos economistas, los del desarrollismo (Enrique Iglesias, Mario Bucheli), los sociólogos de la educación (Germán Rama, Aldo Solari), los historiadores (Gustavo Beyhaut, J.A. Oddone, Guillermo Vázquez Franco). Destinos cruzados y accidentados los de ellos, como el de los eruditos medievales cubiertos sus calzados de polvo: coincidirán algunos en el diagnóstico planificador de la CIDE, en el cepalismo de los funcionarios y expertos internacionales, en la destitución, la emigración y el exilio.
   Cuando Tribuna Universitaria desapareció, según suele suceder con las revistas, como aconteció antes con Nuestro Tiempo, que se despiden con un solitario, desprendido y agónico número final (el de Tribuna Universitaria, núm. 11, octubre de 1963, distante tres años del anterior), habían desfilado también los mejores ensayistas de aquel quinquenio de oro: Ricardo Martínez Ces (hoy olvidado), Roberto Ares Pons, Washington Lockhart, Carlos Real de Azúa, Horacio Ferrer, Carlos Martínez Moreno, Daniel Vidart, el ya mencionado Methol Ferré, nuestro prologado Vivian Trías.
   Algo los unió en esas páginas, así sea por unos cortos años. No eran un equipo ni un grupo homogéneo, aunque algunos de ellos concluyeron luego en la Comisión Interministerial de Desarrollo Económico (CIDE) y después en la sede de la CEP AL en Santiago de Chile, donde contribuyeron a difundir el evangelio de la planificación y el desarrollismo. Quizá se parezcan a una generación, aunque consumiría mucho espacio discutir este punto. No confluyeron tampoco por azar editorial ni por el accidente del talento: el país algo quería de ellos, así fuera escucharlos.
   En la conjunción, se dividieron como expositores y en el estilo de tratamiento de la cuestión nacional. Unos practicaron un ensayismo parecido al Noventa y Ocho español, pasado por el patetismo de Martínez Estrada; otros aportaron sus monografías económicas o sociológicas, con sus tecnicismos y estadísticas preocupantes. Interesa el contraste, porque abarca la intuición dolorida, el discurrir literario y la libertad de ideas dispuestas al correr de la pluma, en temas y observaciones penetrantes y frescas entonces, fatigosas hoy; y se extiende hasta la consideración de los factores materiales e históricos, las pruebas y los datos dispuestos para extraer ponderadas conclusiones. Estaban obsesionados por el batllismo y todas sus consecuencias (incluyendo las psicológicas) y el alejamiento del Imperio Británico; así prepararon el camino para evaluaciones históricas de mayor enjundia, como los estudios de José Pedro Barrán. Fueron una etapa valiosa del pensamiento uruguayo. Pero les aguardaba el fracaso de sus proyectos políticos y también ese funeral de lujo, suma y balance, que les preparó Carlos Real de Azúa, uno de ellos, en el segundo tomo de su Antología del ensayo (1964).
   Cosa rara desde entonces en nuestro país: había diálogo interno en esa revista, donde varios se leían mutuamente, con provecho marginal para el lector.
   Así, Germán Rama, en “Las clases medias en la época de Batlle” (núm. 11, octubre de 1963), menciona críticamente a El patriciado uruguayo de Real de Azúa, publicado en parte y por primera vez en Tribuna Universitaria, con citas aprobatorias y deslizando una objeción válida: “la clase superior en el siglo XIX —a la que él llama el patriciado uruguayo…”. Igual sobre Vivían Trías: “Hablar de revolución burguesa para calificar este período, como lo hace Vivan Trías, se presta a muchos equívocos, especialmente cuando el propio autor recoge los matices de la composición social y nos habla...”
   Del mismo modo, Methol Ferré, en “¿Adonde va el Uruguay? (núm. 6 y 7, noviembre de 1958), que es una brillante exégesis de lo que podría haber sido el ruralismo, también hizo una referencia fundamental sobre Trías: “En su conjunto, el imperialismo fue para nosotros más  «progreso» que estancamiento. No comparto entonces la opinión de Vivian Trías de que el imperialismo haya deformado patológicamente nuestras estructuras económicas aunque esto sea válido en otras sociedades. El imperialismo consolidó las estructuras tradicionales y permitió una holgura relativa. De ahí que el Uruguay no tuviera nunca una aguda conciencia «antiimperialista», que nunca se sintiera asfixiado por su dependencia, que proclamara a todos los vientos su «ser libre»”.
   El propio Methol Ferré, en el referido ensayo, hubo de padecer un acápite defensivo y distanciador por parte de los editores y luego una descomedida refutación en el número siguiente a cargo de Alfredo y Jorge Errandonea. Todos los lectores devoraron el ensayo de Methol, que cayó en fecha matemáticamente exacta del calendario electoral, cuando la victoria del herrero-ruralismo despertó avidez nacional para conocer. aun discrepando, los ingredientes de esa alianza que el ensayista embelleció para los intelectuales. Lo que en su momento eran páginas quemantes se han convertido hoy en texto estratégico para medir la conmoción que produjo el triunfo histórico del Partido Nacional en las elecciones de 1958, que resquebrajó para siempre el duro cascarón monopolista construido por el Partido Colorado a lo largo de casi un siglo de ejercer el Poder Ejecutivo y zonas aledañas.
   Algo se estaba moviendo en el piso intelectual del Uruguay, preludio y anuncio de transformaciones de profunda y prolongada incidencia que no cuadraban en los delicados esquemas que se habían preparado para sí misma la izquierda convencional y, junto con ella, el pensamiento independiente y extrapartidario. La sociedad uruguaya, tan dolorosamente escrutada por los economistas, sociólogos y ensayistas que colaboraban en Tribuna Universitaria, demostró tener genio propio para manifestarse por su cuenta y sacarse de encima un sistema o régimen que juzgaba insatisfactorio. En su desplazamiento no reaccionaba de una manera culta ni de acuerdo con las previsiones o deseos, cálculos o razonamientos de la mayoría de los integrantes de la clase intelectual, desacomodada por la autonomía de la voluntad popular. Tantos desencuentros vendrían a desembocar en los diagnósticos, planes y programas de la CIDE, con Enrique Iglesias a la cabeza, paradigma inesperado del tan denunciado desarraigo.
   En ese contexto navegaban las colaboraciones de Vivian Trías en Tribuna Universitaria. Contribuyó tres veces, asiduidad que marca el interés de una audiencia y la receptividad de sus ideas, lo que no equivale a decir la aprobación, como hemos visto. La primera fue “Preguntas y respuestas en el Atlántico Sur” (núm. 4, junio de 1957), la segunda “El imperialismo en el Uruguay” (núm. 5, abril de 1958) y la tercera “Reforma agraria, industrialización y revolución nacional en el Uruguay” (núm. 8, setiembre de 1959). Las tres fueron adelantadas en intervenciones parlamentarias y en esbozos, fragmentos y apuntes de sus artículos en las páginas centrales de El Sol cuando éste cambió al formato tabloid. Si se las considera juntas hasta la fecha decisiva de la Unión Popular, se advierte que contienen el núcleo de los aportes más originales del pensamiento del joven Vivian Trías.
 
V
LAS PAGINAS CENTRALES
 
   En este sentido, el año periodístico de 1956 fue particularmente proficuo. Se inició el 6 de enero, con un artículo, virtual ensayo, titulado “El retorno, la síntesis y el avance”. Arranca de una vasta consideración humanística, ya que postula al socialismo como la culminación de luchas e ideas que desde el fondo de los tiempos procuran romper las barreras que el poder, la propiedad, los privilegios y las riquezas se oponen a la realización del “hombre posible”, expresión tomada del socialista moderado Fernando de los Ríos, ministro en el primer gabinete de la segunda República Española. En ese viaje hacia las raíces, que es el retorno, Trías se detiene en tres grandes protagonistas de la Revolución de Mayo de 1810: el imperialismo británico, que movió los hilos de la independencia americana como si fuera un gran titiritero; el Unitarismo porteño, que representaba los intereses del comercio y la ganadería de Buenos Aires, que controlaba la aduana y era librecambista y europeizante; y la tendencia popular, provinciana y federal que encabezó la Banda Oriental con Artigas, cuyas doctrinas el artículo sintetiza porque las considera vigentes pese a su fracaso. Creado el Estado Oriental por la mediación británica con la función de tapón o amortiguador, el articulista describe en cuatro pinceladas el significado de las divisas partidarias durante el siglo XIX, sus transformaciones y agotamiento a mediados del siglo XX. La síntesis propuesta vendría a ser la reunión de la rebeldía blanca y el progresismo colorado en el Partido Socialista, con el agregado de un programa concreto de reforma agraria, industrialización planificada, democracia política, federalización e integración económica de América Latina. El avance propuesto es la incorporación de esa “tercera fuerza” a la corriente universal que conduce al socialismo.
   Pocas veces logró Trías, en su prolongada carrera de publicista, ordenar de manera tan escueta la formulación de un pensamiento que comenzaba a extenderse tanto en Uruguay como en el resto del continente, cargado de distintos signos, apoyado por movimientos bastante disímiles, matizado en énfasis y acentos por teóricos y doctrinarios, historiadores y ensayistas no siempre encuadrados en partidos.
   Quince días después, el 20 de enero, Trías insistió a propósito de Chile en “El turno de la cueca”, donde la región está presentada como “un territorio dependiente, situado en las márgenes del mundo capitalista”.
   Reiteración didáctica en ese verano laborioso: días más tarde, el 3 de lebrero, “La ronda de los oprimidos”, nueva ubicación panorámica de la dependencia económica del Uruguay, con antecedentes de Io grandes períodos del capitalismo a partir de la Revolución Industrial hasta llegar a la insurgencia de los llamados “pueblos proletarios”. Divulgador solvente de sus propias ideas, Trías repitió aquí una novedad en su prosa, inaugurada poco antes, en “El turno de la cueca”, cuando utilizó un recuerdo de su infancia para ilustrar lo que, a su entender, se presentaba como una rica variedad de ofertas políticas, de llamativos colores, a lo que en realidad eran ya fórmulas populistas redundantes que se iban agotando con el tiempo, pese a que encauzaran necesidades auténticas de las masas, como fueron el peronismo, el varguismo en Brasil, el velzquismo en Ecuador, el quincismo en Uruguay.
   “La ronda de los oprimidos” justifica su título a través de otro recuerdo personal, esta vez una metáfora más feliz que reforzaba el efecto de su prédica. Así cerró su artículo de páginas centrales: “Hace un tiempo, observé en el patio de una escuela —estridente de gritos y de sol— un curioso juego de niños. Unos pequeños se habían vendado los ojos y rodeaban, con los brazos caídos, a dos compañeros más crecidos. El juego consistía en una lucha. Los pequeños pugnaban por tomarse de la mano, cercar a los dos mayores y reducirlos a la impotencia. Estos últimos trataban de evitarlo con engaños, esquives, empujones. Al final siempre ganaban los pequeñines. Formaban su ronda, avanzaban y apretaban, hasta inmovilizarlos, a sus rivales. La ronda de mi recuerdo es algo parecido al objetivo de todos los pueblos oprimidos de la tierra. Unirse, integrarse para vencer. Tenemos que intentarlo. Pero lo primero será darnos las manos para construir la ronda”.
   Poco duró este recurso de buen cuño literario. Retomó a él en “El hilo de la cometa”, del 16 de marzo, a propósito de la producción de lanas y su exportación, en épocas en que el país vivía casi exclusivamente del producto de esas ventas. En páginas centrales, al tiempo que se despedía de metáforas, inauguraba la utilización de cuadros y series estadísticas, un método de trabajo que intensificó a partir de sus intervenciones parlamentarias sobre la industria frigorífica y la producción rural, siempre obsesionado por las debilidades estructurales de la economía uruguaya y su dependencia de los mercados internacionales.
   También, en ese año decisivo para la divulgación de su pensamiento, incursionó en el análisis de varios acontecimientos de repercusión internacional. Lo más delicado que afrontó en su carácter de marxista fue el pronunciamiento sobre las sociedades y economías que había engendrado el comunismo tanto en la Unión Soviética como en las democracias populares. Los acontecimientos de Polonia y Hungría en 1956 provocaron una grave crisis política en Moscú, la más grave sin duda desde la muerte de Stalin, y que repercutió hondamente entre adherentes y simpatizantes del comunismo. En la ciudad polaca de Poznam se produjo un alzamiento obrero al grito de pan y libertad, revuelta que le aplastada en términos sangrientos. Esto sucedió en junio. Cuatro meses después, en octubre, estalló una rebelión popular en Budapest. Vivian Trías no podía sustraerse a ese análisis.
   En “Enigma para Poznam”, del 6 de julio, se preguntó si la Unión Soviética puede ser considerada como potencia imperialista. De acuerdo con una inferencia lógica de la teoría de Lenin, eso sería imposible. Lenin había definido al imperialismo como la etapa superior del capitalismo, pero la Unión Soviética no era un país capitalista. Además, en aquel entonces, apenas exportaba el uno por ciento de su producción y todavía no lograba satisfacer la demanda interna en su propio mercado, desplazada por la urgencia de desarrollar la industria pesada. Admitidos estos tecnicismos, Trías sin embargo se coloca en la posición de los pueblos explotados por las grandes potencias, indiferentes a teorías y a las categorías históricas que se inventen para designar a fenómenos de efectos iguales, miserias similares para las masas populares, deformaciones semejantes de la economía. Obtiene entonces una definición, según la cual el término imperialismo designa “la explotación que una nación fuerte y rica hace en su propio beneficio de un pueblo débil y cualquiera sea la forma en que esta explotación se realice” (art. cit., pag. 8, tercera columna).
   Agrega más: un pronunciamiento explícito sobre el carácter mismo de la Revolución de Octubre: “La verdad es que la revolución de 1917 tenía doctrina socialista, tuvo participación proletaria, pero no construyó el socialismo. Y, por ende, Marx no se había equivocado..." cuando afirmó que el socialismo triunfará, en primer lugar, en los países altamente industrializados (id).
   Algo decisivo pasa de la tercera a la cuarta columna: “Las bases humanas de la revolución rusa fueron el campesinado y los soldados; sus consignas incendiarias fueron tierra y paz. Pero el socialismo no podía erigirse sobre la infraestructura semifeudal, con una industria incipiente y canija. Le faltaba el cimiento y el cimiento del socialismo es la sociedad burguesa. Las tareas medulares que tuvo por delante el gobierno revolucionario consistían en la realización de la reforma agraria y de la industrialización de Rusia. Tareas históricamente burguesas. Lenin, sagaz, penetrante y profundo, vio con claridad este hecho una vez que se frustró la revolución en Europa. De su visión nació su desesperación, el drama íntimo de sus últimos años y los errores históricos más lamentables del movimiento obrero. Cercada y acosada por el capitalismo, sin ayuda exterior, la U.R.S.S. llevó a cabo la capitalización imprescindible para industrializarse sobre la base del ahorro, del subconsumo de su pueblo. Ello exigía la dictadura y el aislamiento. Vino entonces la deformación del socialismo, que se trastoca en dictadura burocrática y en una economía que funciona para la acumulación y no para el consumo; es decir que, a pesar de su planificación, se asemeja más al capitalismo de Estado que al socialismo marxista”.
   Meses después, el 26 de octubre, Trías retornó a la consideración del caso polaco, a propósito del encumbramiento de Gomulka, defenestrado en 1949 por acusaciones de “Titoísmo”. Utilizaba, de tiempo atrás, Ia expresión glacis, tomada de historiadores y analistas de origen francés, para caracterizar esa suerte de pendiente o rampa despejada que rodea a las fortificaciones y facilita las defensas. Los soviéticos habían construido su glacis creando o imponiendo las democracias populares como cordón protector logrado en los tratados de Yalta (1945). Insistió en su caracterización del mundo soviético como un “imperio sui generis, radicalmente distinto —en su infraestructura— a los sistemas coloniales capitalistas, pero muy semejante en sus consecuencias de explotación, miseria y sometimiento”.
   El año que venimos reseñando, 1956, fue generoso con Trías puesto que además le ofreció otra afortunada oportunidad para explicar el mundo, ejercer sus condiciones didácticas y extender el interés de sus artículos a lectores ajenos al Partido Socialista. El 26 de julio el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser anunció la nacionalización del canal de Suez y la pieza periodística del uruguayo desbordó las páginas centrales hasta ocupar dos más, extensión que certifica la importancia que concedió al acontecimiento. Por cierto que el profesor de historia desempolvó sus libros para recordar a sus discípulos-militantes todo eI pasado de Egipto, desde los faraones y Herodoto a los árabes, turcos e Ingleses, y luego detenerse en la necesidad de construir la represa de Assuán (todavía en proyecto) y en la anacrónica, victoriana expedición punitiva que había emprendido Anthony Eden sin permiso de Ios norteamericanos, mácula para la alianza británico-norteamericana que liquidó para siempre la carrera política del delfín de Winston Churchill.
   El comentarista mencionó con prudencia la humillación que significó para los jóvenes oficiales del ejército egipcio la derrota que sufrieron al atacar al naciente Estado de Israel, origen del caudillismo de Nasser. Es probable que este vasto ejercicio de comprensión de un país (antiquísima civilización) sometida a un status neocolonial haya sido el primer apunte local de una categorización, el nasserismo, que se difundiría posteriormente para englobar el protagonismo y vanguardia de ejércitos nacionalistas y que tantos equívocos e ilusiones perdidas provocaron más tarde tanto en Perú y Portugal como en Uruguay. Pero la aprobación, todo lo prudente que se quiera, estaba hecha y fue correcta hasta que el ciclo se agotó a comienzos de los años setenta, según pudo comprobarlo el propio Trías cuando el ejército uruguayo lo encarceló en sus cuarteles.
   En su momento, impremeditadamente, los comentarios sobre la nacionalización del Canal de Suez culminaron, casi como ejemplo e ilustración, en dos artículos teóricos que los precedieron en las semanas anteriores y estaban encabezados con títulos emblemáticos: “El capitalismo y el mundo” (20 de julio) y “La rebelión de las orillas” (3 de agosto). Ambos contienen, frente al internacionalismo abstracto que era tradicional en el marxismo, una remodelación que incorpora la etapa previa de la liberación nacional de los pueblos sometidos a la explotación colonial y al imperialismo, cualquiera fuera su origen. Lo que postulaban era un nacionalismo de nuevo cuño para las corrientes socialistas y una plataforma de entendimiento extendida hacia otras tendencias políticas dotadas de similares inquietudes patrióticas.
   Antes que terminara el año y cuando se diluyeron los temores a una tercera guerra mundial promovida por la nacionalización del Canal de Suez, Trías aportó una nueva visión panorámica de siglos de historia y sus nuevos rumbos. “El renacimiento del Islam” (14 de diciembre) fue algo más que una intuición clarividente, anunciada con fervor aprobatorio. Menos feliz fue una suerte de apéndice para el primer viernes de 1957: “El ocaso de Europa” (4de enero), donde quizá el único error se halla hoy en el título, servidumbre un tanto tremendista que el marxismo de Trías pagaba a la retórica profética precisamente en momentos en que Europa echaba los cimientos (Plan Schuman, Comunidad del Carbón y el Acero) de su prosperidad económica y social, triunfo que fue de sus burgueses y tal vez más de un lúcido plantel de tecnócratas.
  Ha de constar, por si todo lo anterior no lo hubiera sugerido ya, que el marxismo del joven Trías, tanto en la teoría como en la práctica, era flexible, abierto, actualizado, ligeramente heterodoxo y, sobre todo, enriquecido por su condición personal de rioplatense y uruguayo con raíces familiares que se hundían en las mejores tradiciones nacionalistas de blancos, provincianos y federales. Como un dialéctico, del mismo modo que Marx invirtió a Hegel para asentarlo sobre sus pies (de la Idea a la materia), Trías secuestró a Marx, que estudiaba y escribía desplazándose entre el Museo Británico y las dos piecitas que alquilaba para él y su familia en Dean Street, en el Soho, el peor barrio de Londres en su tiempo. Era aquello la miseria popular, el desvalimiento interno cuando el Imperio Británico emprendía su etapa de mayor esplendor. Trías secuestró a Marx, entonces, para hundirlo en otro paisaje desolado y obligarlo a que contemplara el mundo capitalista desde sus orillas, en sus márgenes coloniales, en las periferias explotadas por el imperialismo, en la contracara deformada que ha rendido desde la Revolución Industrial la opulenta plusvalía que permitió, de a poco, de a gotas, hace apenas unas décadas, elevar el nivel de salarios y de vida de los proletarios de los países centrales. En sus manos, Marx estaba como acriollado.
   No fue el único, bibliográficamente hablando, al que Trías invitara a expresarse con nueva voz. A mediados de los años cincuenta convocó a Toynbee, Sternberg y Bevan, en respetuosa tarea de saqueo.
 
VI
LOS DOS PROLETARIADOS
 
   En “El capitalismo y el mundo” (20 julio 1956) tomó el motivo inicial de las conferencias Reith que Arnold J. Toynbee dictara ante micrófonos de la BBC y que congregara en un delgado volumen titulado The World and the West. Trías leyó seguramente la traducción española publicada por Aguilar de Madrid en 1953. Toynbee ya era conocido en el mundo de nuestra lengua desde fines de los años cuarenta, en que Ortega y Gasset le dedicó un curso en el Instituto de Humanidades de Madrid y Emecé de Buenos Aires publicó en 1949 La civilización puesta a prueba, que desató la onda de toynbeesmo que afectó, como una moda, a diarios, semanarios y revistas populares de dos o tres continentes. La verdadera época de las intuiciones de Toynbee se ubica entre las dos guerras mundiales, aunque su pensamiento se divulgó en la pos-guerra de la segunda. En el Uruguay se le leyó con cierta atención: Rodolfo Fonseca Muñoz lo comentó en 1953 y J. Bentancourt Díaz (adverso croceano) accedió en 1955 a la cátedra de filosofía de la historia Facultad de Humanidades con un trabajo, reticente, sobre el filósofo inglés. Toynbee visitó Montevideo en setiembre de 1966 y curiosamente, a partir de entonces, finalizó su ciclo de interés entre nosotros. Las referencias del mundo intelectual se habían desplazado. Trías, por ejemplo, al igual que algunos uruguayos, andaba ya en las cercanías del leninismo.
   Pero diez años atrás confesó el efecto que le produjo: “La lectura de Toynbee nos ha resultado profundamente excitante y perturbadora. A l principio, sus discrepancias con Marx parecen exultantes. Sobre todo el desenlace teológico de Estudio de la historia. Ello nos inquietaba; porque las experiencias de un observador hondo y sagaz, que ha estudiado minuciosamente el desenvolvimiento histórico del hombre, que describe formas comunes y sistematizadas en ese desarrollo, haciendo inteligible lo confuso y caótico, ¿cómo podían desviarse inconciliablemente del marxismo? Luego, pausadamente, aprendimos a leer a Marx a través de Toynbee. Descubrimos el evidente movimiento dialéctico que esconde su juego de retos y respuestas; la lucha de clases que se trasluce en su oposición oligarquía-proletariado, la última fase del ciclo, etc.”.
   Surge de este artículo, verdadero ensayo, y su secuela, “La rebelión de las orillas”, que Trías cayó seducido por la belleza de la construcción toynbeeana, por ese ciclo casi mítico de muerte y resurrección de las civilizaciones, calcado sobre el modelo de la decadencia del Imperio Romano que el inglés veía repetido veintiuna veces. Donde Marx, dialéctico y socrático, hablaba como partero, a Toynbee le encantaba pensar con la metáfora de la crisálida y la larva, del acoso destructivo y creador de un doble proletariado, el interno y el externo. El proletariado interno son los pobres y esclavos que dentro de una civilización no gozan de sus beneficios y engendran una religión salvacionista, como fue el cristianismo, en tanto que el externo puja y pugna por ingresar a esa civilización, como lo hicieron los bárbaros con Roma. Cerco, asedio, acoso, penetración: cuando el doble anillo —interno y externo— se cierra, la civilización se derrumba por vaciamiento y oclusión. Queda atrás como cáscara o capullo seco, abandonado por la religión emergente o salvacionista, tal como se comportó el cristianismo con el Imperio Romano. Era inevitable que Trías, impaciente, extrapolara vertiginosamente el ciclo y quisiera verlo repetido ante sus ojos. Lo dice en la segunda columna, página central del artículo o ensayo que venimos glosando: “El socialismo aparece como la nueva «Iglesia» del proletariado interno (la clase obrera) y del proletariado externo (los pueblos coloniales y semicoloniales). La rebelión y la alianza de ambos proletariados es algo concreto y vívido”. Miedo y angustia de la burguesía, lucha y esperanza del uruguayo por el cataclismo que se avecina, que él se propuso apresurar con las herramientas políticas disponibles, tan débiles que resultaron.
 
VII
EL IMPERIALISMO
 
   A la prédica didáctica y las alianzas intelectuales agregó las armas auxiliares que permiten el acopio de razones y argumentos. Un oscuro profesor alemán, hoy casi olvidado, le proporcionó nuevos ingredientes y algunos ladrillos para su construcción. Fritz Sternberg se llamaba y fue utilizado, quizá por primera vez, en “La rebelión de las orillas”, de 1956, aquel año decisivo para la divulgación o formulación de su pensamiento.
   Aquella década fue el gran momento de Fondo de Cultura Económica, que funcionó casi como una “universidad libre” de América Latina, sustituyendo la influencia que ejerció Revista de Occidente hasta la guerra civil española. Bien representada y distribuida en Uruguay, en su vasto catálogo figuraban, sección economía, cubiertas coloradas, El capital e Historia crítica de la teoría de la plusvalía, en la mejor traducción entonces existente, la del español Wenceslao Roces. En 1954 el Fondo publicó ¿Capitalismo o socialismo?, de Sternberg, entre cautos signos de interrogación cuando su título original era más cruzado y dramático: capitalismo y socialismo enfrentados o en la encrucijada (Capitalism and Socialism on Trial).
   No es siquiera seguro que su autor, Fritz Sternberg, fuera marxista a esa altura de su vida, aunque recuerdos quedaran. Había nacido en Breslau, 1895, enseñó en Alemania, huyó de Hitler en 1933, fue profesor itinerante por Europa hasta que la guerra lo obligó a buscar refugio, hacia 1939, en alguna universidad norteamericana. Había publicado en 1926 Der Imperialismus y en 1932 Der Niedergang des Deutschen Kapitalismus (La decadencia del capitalismo alemán, un título con resonancias wagnerianas y spenglerianas, muy de la época). Estos detalles se registran aquí porque el caso de este olvidado profesor alemán permite comprender algunos de los mecanismos intelectuales del joven Trías.
   Si Sternberg fue alguna vez marxista, huellas quedaron en el libro que manejó el uruguayo, aunque estuvieran lavadas hacia la socialdemocracia. Así, Marx está citado y acotado críticamente, en tanto que Werner Sombart recibe menciones aprobatorias. Lo que atrajo a Trías en ¿Capitalismo o Socialismo? está confirmado por la relectura de ese texto, en definitiva un estudio sobre el imperialismo, un tanto sobre líneas propias. A diferencia de Trías, el alemán se pronunció y extrajo conclusiones personales acerca de la abigarrada, y casi teológica revisada hoy, disputa que tejieron los teóricos del Partido Social Demócrata alemán (Kautsky, Luxemburgo, Hilferding) en los años previos a la Primera Guerra Mundial, flanqueados hacia 1902 por el liberal inglés J. A. Hobson y sucedidos en 1916 por Wladimir Ilich, ruso exiliado en Zurich. En esa maraña, Sternberg se movía cómodo y aportó lo suyo; por ejemplo: “tanto Gran Bretaña como Francia habían terminado más o menos la edificación de sus imperios coloniales en una época en que existía todavía una concentración monopolística en sus economías interiores. Algunos autores (Sternberg se refiere a Lenin y Hilferding) han descrito el imperialismo como una fase monopolista; pero no es exacto. De hecho, solo en Alemania hubo, en realidad, un desarrollo paralelo”.
   Trías utilizó fragmentos de Sternberg, sin enredarse en la disputa teórica de fondo, lo que vendría a probar que el uruguayo nunca fue un socialista académico o de cátedra, como se llamaba en Alemania cuando giraba el siglo a los Kathedersozialisten. Trías no era un técnico economista ni un erudito en historia, y si lo era no le interesaba mostrarlo. Imposible también que se tratara de ignorancia, ya que en el breve texto de Lenin se encuentran casi todos los elementos de la controversia en su época. Trías iba a lo suyo, a la construcción del edificio que juzgaba útil para su país y su partido. Utilizó trozos de Sternberg sin detenerse en minucias teóricas, del mismo modo que tomó lo esencial de Lenin. Simplificaba, a los efectos didácticos y periodísticos, lo que resulta válido, y heno aplicaba al Uruguay, lo que resulta mejor para Ia praxis. Le alcanzaba saber que imperialismo se escribe sin hache.
   Con lo cual va dicho que el sacrificio pedagógico fue grande. Mucha riqueza doctrinaria quedaba por el camino y el enfrentamiento de las ideas, su esencial contenido dramático, se adelgazaba al mínimo. Atento a lo que juzgaba más importante, el joven Trías conciliaba en el papel. Así insertaba su personalidad en la historia.
   Wladimir Ilich era distinto. Representaba como un histrión hasta cuando escribía, lo que también es didáctico. Echó a los mencheviques y nunca perdonó a los socialdemócratas alemanes que claudicaron votando los créditos de guerra que financiaron la Primera Guerra Mundial. Odiaba a Kautsky, el “renegado”, y sentía debilidad por Rosa Luxemburgo porque, a pesar de las profundas discrepancias teóricas, veía en ella una honesta revolucionaria, cierto que en otra línea.
   Tantas pasiones han oscurecido el tema del librito de Lenin y ellas atravesaron generaciones sembrando esquemas. Por cierto que Hobson era un “pacifista y reformista declarado”, pero su estudio sigue siendo un clásico de provechosa relectura hasta hoy, independientemente de Ios equilibrados elogios y refutaciones que le proporcionó Wladimir llich. En cuanto al “ex-marxista” Kautsky, el paso de los años y en particular la mundialización de todo a partir del primer shock petrolero de 1973 y el ingreso de las democracias populares e incluso de la Unión Soviética a la economía de mercado, han reivindicado algo de la visión que del “superimperialismo” (suya es la expresión) proporcionó el teórico de la Segunda Internacional. Kautsky imaginó que, además de la rivalidad interimperial de su época, era posible que el capital financiero se uniera por encima de los capitales nacionales, se pusiera de acuerdo y dominara el planeta. ¿No lo estamos viendo así en el tema de la deuda externa?
   El superimperialismo también se quedó corto. Era la “coalición de Estados imperialistas relativamente autónomos”, según dijo Kautsky en su ensayo de 1914 publicado en Neue Zeit y tan duramente reprobado por Lenin. Ya se sabe ahora que serán las grandes empresas, y no los Estados, lo que fomentarán la unidad del capitalismo para estabilizarlo y repartirse el mundo.
   Retornemos ahora a los dos proletariados de Toynbee y Trías.
   De la teoría de Rosa Luxemburgo, galantemente dejada de lado por Lenin aunque la reprobara, se desprendieron en parte las glosas, comentarios y ampliaciones de otros marxistas no comunistas, como Ios norteamericanos Paul Baran y Paul Sweezy, a quienes Vivian Trías no tardaría en frecuentar —siempre las traducciones de Fondo de Cultura Económica— en los años sesenta, sin advertir la carga de responsabilidad histórica que ambos continuadores arrojaban sobre los abrumados hombros de los países dependientes. Así, Paul Sweezy, desalentado por el superimperialismo de Estados Unidos, supuso que el mundo capitalista seguiría dominado por el poderío de las empresas de su país, tanto en el campo de las innovaciones tecnológicas como por su tamaño. Contra ellas no basta la hipotética revuelta proletaria de los países superdesarrollados, la que solo se encuentra al alcance de las orillas y periferias del capitalismo. Históricamente escépticos y políticamente impotentes, los teóricos de la New Left descargaban las responsabilidades revolucionarias sobre los más desvalidos, algo parecido, en los años sesenta, a un guevarismo intelectual muy comodón.
   Hechas las cuentas, Toynbee resultaba más revolucionario y menos hipócrita, el reformismo socialdemócrata salía justificado y los pobres del mundo que se las arreglaran por su cuenta, siguiendo eso sí las orientaciones teóricas y los consejos técnicos de los intelectuales de la abundancia, los profesores universitarios y otros sucesores de los kathedersozialisten. Con el tiempo cabría la fundamentada sospecha de que existe, también, un sutil imperialismo cultural que emana de la izquierda de los países superdesarrollados. Por su peculiar manera de pensar, Trías se mantuvo razonablemente ajeno a ella.
   Aunque el tema de estas páginas es el joven Vivian Trías y particularmente el de sus años de formación, fue preciso extrapolar algunas de las preocupaciones manifiestas de aquellos años para comprender la verdadera naturaleza de sus ideas en los ensayos que publicó bajo la forma de gigantescos artículos periodísticos en el órgano oficial de su partido. Las agrias y laberínticas disputas que tuvieron lugar dentro y fuera del Partido Social Demócrata alemán entre 1902 y 1916, apenas catorce años, están como dejadas de lado en sus escritos, en beneficio de explicaciones sencillas. En este sentido, un texto fundamental fue “Imperialismo se escribe sin H” (17 enero 1958), dos páginas centrales y desborde sobre una tercera. Si bien considera dos modelos, el británico que veía agonizar ante sus ojos y el norteamericano que le sustituyó, a diferencia de Hobson y en coincidencia con Schumpeter (a quienes por cierto no menciona), hizo remontar el fenómeno imperialista a los asirios, mención inicial que abandona de inmediato para proponer su sustancia real en la siguiente definición: “Cualquiera sea su impronta, su mecanismo, el imperialismo significa explotación de pueblos inermes, sometimiento de hombres despojados, humillación de naciones débiles. Este hilo conductor, este sufrimiento permanente, esta realidad, otorga continuidad y constancia al significado de la palabra”.
   Muchas puertas quedaban abiertas al utilizar una concepción amplia de la categoría imperialismo. Había permitido antes, como lo hemos visto, que la Unión Soviética integrara el cortejo imperialista por el dominio que ejercía sobre el glacis de las entonces llamadas democracias populares. Vastamente concebido, el fenómeno imperialista constituiría el eje de todas sus interpretaciones históricas hasta el fin de su vida, en 1980. Había alimentado, ya, su ensayo “Raíces, apogeo y frustración de la burguesía nacional”, publicado en Nuestro Tiempo (1956-7) y el inmediatamente posterior a las páginas centrales citadas que apareció en abril de 1958 en Tribuna Universitaria bajo el título “El imperialismo en el Uruguay”. Luego, como libros hechos y derechos, son tres los títulos que cierran la primera etapa de su vida como agitador intelectual: Las montoneras y el Imperio Británico (1961), El Plan Kennedy y la revolución latinoamericana y finalmente Reforma agraria en el Uruguay (1962).
   Bien entendidos, los ensayos del joven Trías son interpretaciones históricas, amplias si uno se deja engañar por el lugar periodístico en que se publicaron originalmente, escuetas y hasta sumarias si se considera la vastedad de sus temas, los espacios geográficos abarcados y los cursos de tiempo cubiertos por ellas. Hubo en Trías, como en varios de sus contemporáneos (piénsese en Real de Azúa), una suerte de larvado, oculto y compulsivo filósofo de la historia, así sea por su voluntad de auscultar ritmos, diagnosticar transformaciones, señalar la voluntad objetiva del devenir, anunciar el futuro y ayudarlo, como todo buen marxista, a parir el mundo nuevo que ha engendrado el viejo. Pero si no fueran de recibo estas ampulosidades, las tumultuosas páginas que redactó durante el decisivo segundo lustro de los años cincuenta pertenecerían a un terreno poco explorado por la crítica nacional: el pensamiento histórico y la teoría o filosofía de la política, según supo decirse en otra época. Elíjase el casillero que se quiera, a sabiendas que no son estancos, y entonces las originalidades de Trías, la relativa novedad do sus aportes y la adaptación y aplicación de sus ideas, quedarán bien ubicadas en el pensamiento nacional.
   No se limitó, por cierto, a las abstracciones y generalizaciones. El ingreso a la Cámara de Representantes le concedió la oportunidad de estudiar y pronunciarse sobre aspectos muy particulares y locales del fenómeno imperialista: el trust de la carne y los frigoríficos extranjeros, la despoblación rural, la crisis del Frigorífico Nacional, las exportaciones de lana y la industria textil, el trust molinero, casos y ejemplos, investigaciones y documentos. Aparte de los registros en actas de comisiones y plenarios de la Cámara de Representantes, quedan abundantes huellas y fragmentos en el semanario de su partido y fueron la base empírica de sus primeros libros, ya mencionados. En algún momento de su primera gestión parlamentaria, por los temas que manejaba, ardor polémico y fervorosa defensa del interés nacional, por la seriedad de sus datos y la gravedad de sus denuncias, las intervenciones del joven diputado recordaban a Lisandro de la Torre en su trágica interpelación en el Senado argentino, veinte años atrás.
 
VIII
HACIA LA UNIÓN POPULAR
 
   Antes que terminaran los años cincuenta sobrevendrían dos acontecimientos decisivos, uno interno y otro externo, separados entre sí por apenas un mes y dos días. Después de ellos, el Uruguay no sería el mismo que había sido. El domingo 30 de noviembre de 1958 se produjo la histórica derrota electoral del Partido Colorado, el ascenso a la mayoría del gobierno colegiado de la alianza herrero-ruralista y el comienzo del fin del segundo batllismo, lo que provocó toda clase de repercusiones políticas, entre ellas una fisura que siguió ahondándose en las lealtades a las divisas tradicionales. En esos huecos intentó introducirse la izquierda, con variada y contradictoria fortuna. Además, en Cuba, en la noche del 31 de diciembre al 1° de enero de 1959 huyó el dictador Fulgencio Batista, su ejército desmoralizado y vencido por los guerrilleros de Sierra Maestra. La secuela de ambos acontecimientos, el local y el caribeño, al congregarse y entretejerse, conmocionaron a la minúscula izquierda uruguaya, la arrojaron a una aventura inédita, alejada de esquemas consagrados, reflejos civilistas, precedentes y rutinas que se habían sedimentado a lo largo de cuatro o cinco décadas. Hubo que experimentar e innovar, al principio con las armas de la dialéctica y luego con la dialéctica de las armas.
   Para el Partido Socialista, el partido que Emilio Frugoni había concebido e instrumentado como leal oposición al batllismo, como su picana crítica y exigente, como —también— practicante de un marxismo volcado hacia el socialismo democrático, antileninista y anticomunista; para ese partido era preciso cambiar de frente y métodos a fin de oponerse a la coalición conservadora y populista, dotada de un fuerte arraigo en las masas rurales. Fue como abandonar la ciudad capital y mudarse al campo. Por eso se entendió que resultaba significativo que el liderazgo del partido cambiara de manos y pasara de Frugoni a Trías, es decir, se operara un cambio de registro y un traslado de reconocidos orígenes colorados a otros inocultablemente blancos. Tardaron en manifestarse estos desplazamientos cromáticos dentro del espectro político nacional, los que provocaron perplejidades y desconciertos en la hora de elegir, como vino a descubrir un desolado Partido Socialista al fracasar el experimento de la Unión Popular en las elecciones de 1962.
   Vivian Trías acabó pronunciándose sobre la intrusión del ruralismo, de manera amplia y explícita, en otra de sus páginas centrales, pero cuando el movimiento encabezado por Benito Nardone comenzaba a declinar. La pieza se tituló “De las botas a la galera” (22 setiembre 1961), aludiendo obviamente al giro hacia la derecha que había operado Chicotazo desde la prédica cotidiana de Radio Rural, cuando defendía los intereses de los pequeños y medianos productores del campo, los “botudos”, enfrentándolos con los estancieros latifundistas o “galerudos” de la Federación Rural. A diferencia de otras páginas centrales de Trías, las dedicadas al incipiente ocaso del ruralismo conservan hoy eI único interés de sus fuentes: aquel ensayo de Methol Ferré en Tribuna Universitaria y la denuncia del intelectual herrerista que al alejarse de la Liga Federal reveló el disgusto del caudillo del Partido Nacional cuando éste se enteró tempranamente de las conversaciones mantenidas por Benito Nardone con el embajador de Estados Unidos en la fábrica textil de Juan José Gari, asesor económico de los ruralistas. Methol Ferré había renunciado ya a su cargo en Casa de Gobierno y con el destituido —también por Nardone— ministro de Industria en el gabinete, el diputado Enrique Erro, se podría emprender el experimento de la Unión Nacional y Popular. Sobre tan precarios apoyos, el Partido Socialista de Vivian Trías emprendería una nueva y funesta etapa.
   Siguen las fechas cercanas y los sentimientos encontrados. Meses antes, en diciembre de 1960, Vivian Trías fue invitado a Cuba con motivo de la celebración del segundo aniversario de la revolución. Luego de permanecer durante quince días en la isla, apenas bajó de la escalerilla del avión fue entrevistado por un cronista de El Sol, quien le preguntó de entrada su opinión sobre Fidel Castro. Contestó: “Es el hombre más extraordinario que nadie pueda imaginarse” (26 enero 1961). Prometió escribir una larga serie de artículos sobe su experiencia cubana.
   Antes de finalizar ese año, el hombre más extraordinario lo obligó a pronunciarse sobre importantes puntos de doctrina, a marcar el perfil propio que separara al Partido Socialista del Partido Comunista y lo habilitara a emprender el experimento de la Unión Popular. En efecto, el 1o de diciembre de 1961 Fidel Castro declaró: “Soy marxista-leninista y seré marxista-leninista hasta el último día de mi vida”. A partir de ese momento y en oportunidad de una extensa y fundamentada exposición en la Universidad Popular, la Revolución Cubana cambió radicalmente de rumbo.
   Cuesta muy poco imaginar el debate interno del Partido Socialista, el conflicto de fidelidades, la controversia que se arrastró por días y luego el encargo a su máximo teórico para que asumiera la responsabilidad de responder al hombre más extraordinario. Vivian Trías respiró hondo y escribió largo: dos páginas centrales el 22 de diciembre y una segunda nota de una página en el número siguiente. Título de esta importante pieza documental: “Marx, Lenin y la revolución latinoamericana”. Fue una exposición clara y razonada, aprobatoria con Marx y cautelosa con Lenin, válido este último para su época y su país, superado por los hechos, la teoría y la historia misma, de difícil aplicación literal a América Latina. Los principales pasos de su argumentación se encuentran en los siguientes extractos:
   — A propósito de Fritz Sternberg y el revisionismo del Partido Social Demócrata alemán, que aceptaba las mejoras salariales para los trabajadores y así garantizar la paz social, Trías dijo: “El leninismo es, pues, el marxismo aplicado y desarrollado en la experiencia de la revolución rusa y en la construcción de la U.R.S.S. Así definido no puede aplicarse mecánicamente a otra realidad, ni a otro tiempo. El mismo Lenin advertía, muy severamente, contra tales intentos de transplante mecánico y estático de las experiencias soviéticas a otras realidades diferentes. Ello no implica, por supuesto, que un revolucionario asiático o latinoamericano no tenga nada que aprender leyendo a Lenin”.
   — El marxismo, dialéctico e historicista, es una ideología de lo concreto y de la experiencia. No se agota, en consecuencia, con Lenin: “Junto a él no podemos olvidar a León Trotsky, que es el primero que revela, con óptica marxista, las deformaciones de la burocracia stalinista (hoy tema preferido de Kruschev). Ni a Rosa Luxemburgo con su magistral análisis de la acumulación capitalista y su polémica con Lenin acerca del «centralismo democrático», en la cual la historia le ha otorgado, a nuestro juicio, plena razón”.
   —El imperialismo de los años cincuenta no es el mismo que analizó Lenin en 1916. Además, Lenin apenas alcanzó a conocer los comienzos del fascismo italiano, no las otras modalidades que le sucedieron.
   — “En una palabra, que el leninismo en cuanto a análisis de hechos nuevosha sido superado en muchos de sus aspectos esenciales. No por ello el marxismo ha dejado de enriquecerse con la afluencia de otros teóricos y revolucionarios”. Trías los menciona: Paul Sweezy, Paul Baran, John Strachey, Víctor Perlo, Trotsky nuevamente, Mao, Eduardo Kardelj y otros más que la historia ha devorado. No olvida en su lista a los marginales influyentes, como Fromm, Laski y Myrdal. Pero obsérvese una flagrante y significativa omisión: Emilio Frugoni.
   — “De ahí que nosotros no nos definamos como marxistas-leninistas, lino sencillamente como marxistas. Definición que abarca el rico y vivo fluir de la constante aplicación del marxismo a la transformación revolucionaria del mundo”.
   —Sería legítimo hablar de un marxismo-maoísmo y hasta de un marxismo-fidelismo. Sin embargo, el propósito de “cubanizar” el Uruguay “es la negación flagrante del marxismo, aunque la experiencia de Cuba sea para nosotros una fuente de fecundo aprendizaje”.
   —El Partido Socialista se había desafiliado de la Internacional Socialista porque los países imperialistas como Francia y el socialismo de ese país (la SFIO) defienden la democracia en la metrópoli y la aplastan en Argelia. “Nuestras radicales discrepancias con los partidos socialdemócratas europeos no se refieren, por cierto, al problema de la libertad y de la vigencia de los derechos democráticos. En nuestra concepción del socialismo las libertades fundamentales, el funcionamiento di una democracia real, el respeto a los derechos humanos, juegan un rol primordial”.
   —Su ángulo, el del Partido Socialista y el de Trías, “es el de un país subdesarrollado y colonial. [...] Somos marxistas y uruguayos y desde estas coordenadas intentaremos nuestra propia experiencia y nuestra propia teoría”.
   Mentalmente así pertrechados marcharon el joven Vivian Trías y sus muchachos del Partido Socialista hacia el desastre electoral de noviembre de 1962. Habían forjado ya su propia teoría y les faltaba confrontarla con la experiencia, así fuera con la módica praxis que les ofrecía el calendario electoral. Formalizaron un acuerdo con la Lista 41 de Enrique Erro, que abandonó el lema Partido Nacional, y acunaron un rótulo propio que los identificara: la Unión Nacional y Popular, si bien tuvieron que abandonar lo de “nacional” por expresa prohibición de la Ley de Lemas. Lograron además la adhesión pública de escritores e intelectuales, como Carlos Real de Azúa, Carlos Martínez Moreno y Alberto Methol Ferré, que siempre dan lustre y prestigio a iniciativas políticas como ésta. Pero antes fue preciso vencer un escollo.
   Desde el Partido Comunista, su secretario general, Rodney Arismendi, seguía atentamente la inédita aventura frentista que lo dejaba expresamente de lado. Vivian Trías había emprendido una serie de artículos en El Sol destinada a fundamentar, siempre en términos teóricos y doctrinarios, las nuevas concepciones de las juventudes socialistas. Precisamente fueron esos aspectos los que se cuestionaron desde la página editorial de El Popular, el cotidiano comunista que había sucedido al semanario Justicia. Los editorialistas de El Popular, casi seguramente Rodney Arismendi y Enrique Rodríguez, cuestionaron las observaciones que Trías había apuntado en cuanto a las fronteras que limitaban el crecimiento por lo menos electoral de los partidos de izquierda y les impedía conquistar mayor arraigo popular, lo que derivó en una sofisticada polémica en torno a la “revolución democrático-burguesa” que debería preceder a la implantación del socialismo en el Uruguay, meta que en apariencia, sólo en apariencia, ambos partidos compartían.
   Vivian Trías advirtió la pesada pluma leninista de Arismendi, no vaciló, tomó el último libro publicado por éste (Problemas de una revolución continental, 1962) y se sumergió en los recovecos teóricos que había construido Vladimir Ilich a propósito de la abortada revolución rusa de 1905, las tácticas de la socialdemocracia europea de entonces y sus aplicaciones posibles al momento uruguayo. Si el relector de hoy no se deja extraviar en la consideración de aquel caso ya entonces histórico, llega a la misma conclusión del lector malicioso de 1962 y comprende lo que auténticamente fue la mesurada polémica, a saber: maniobras envolventes de acercamiento por parte de El Popular y excusas doctrinarias a cargo de El Sol para mantener las distancias y no dejarse fagocitar, Io que se documenta en líneas y entrelineas del semanario socialista en los viernes 8 y 22 de junio de 1962. O dicho en otros términos: cortés negativa ante la seducción y el cortejo.
   En consecuencia, el resto es oscuro, casi escolástico, dotado de tonos similares a las intrincadas y sutiles disputas de teólogos medievales, en las que no sin razón los creyentes entendían jugarse la salvación eterna. Las viejas bases electorales del frugonismo contemplarían, es de suponer, ese galimatías sin entender mucho, o entendiendo lo peor: no se trataba de unirse con los comunistas, pero se les invitaba a abandonar el querido lema partidario y votar juntos a un candidato blanco, tránsfuga del Partido Nacional. Era duro de tragar.
   Desactivada la maniobra envolvente, el Partido Comunista organizó su coalición propia, con grupos y personas también desprendidas de troncos blancos y colorados, a la que otorgó una sigla más juvenil y publicitaria: FIDEL (Frente Izquierda de Liberación).
   Los dos marxismos estaban alienados, mutuamente alienados. Todavía pesaba, cuarenta años después, el ultimátum de las veintiuna condiciones de Lenin, origen formal de la escisión que nunca se suturaría.
 
IX
LA REDOTA
 
   La tarde del 25 de noviembre de 1962 me acerqué, fraternal y curioso, a la sede de la Unión Popular, Lista 4190, en Garzón y Lezica. Era entonces mi barrio y me constaba el arraigo que en toda esa zona, extendida hasta La Paz, Pueblo Ferrocarril, Peñarol, Pueblo Conciliación y La Tablada, tenía la Lista 41, no así la 90 de los socialistas. En el norte del departamento Enrique Erro era querido y seguido por la gente sencilla, por un electorado compuesto de quinteros y trabajadores rurales, artesanos independientes y comerciantes, inquilinos y pequeños propietarios, jubilados y hasta estudiantes. Con ellos había defendido causas chiquitas y otras grandes, desde la defensa de la Biblioteca Popular desalojada de su edificio frente a la Plaza Vidiella hasta el “plebiscito del vintén”, que logró por un tiempo la rebaja del boleto. Populista sincero, Enrique Erro, siendo ministro de Industria, iba a su despacho no en el coche oficial sino colgado del ómnibus, como cualquier hijo del vecino, lo que por cierto él no dejaba de recordar a sus partidarios. Sus votantes le fueron leales en su aventura de la Unión Popular e incluso lo prefirieron ante el benefactor de la zona, el herrerista Passadore.
   Contrastes: el acto final del Partido Socialista, en el centro de la ciudad, tuvo un estrado desconcertante, flanqueado por enormes retratos de Karl Marx y Patrice Lumumba; el de Enrique Erro, ante la Plaza Vidiella, de espalda al Club Olimpia de Passadore, cortó el tránsito de la avenida Garzón y estuvo flanqueado tan sólo por sus fieles y modestos herreristas, dispuestos a abandonar el lema tradicional para seguir a su pequeño caudillo. Es preciso testimoniar el grado original de emoción que ofreció la llegada de la caravana de jóvenes socialistas, Garzón hacia la plaza, que venían del Centro para confundirse con esa masa blanca, fragmentos y descendientes del país criollo derrotado en casi todas las guerras civiles que emprendió. Era el sueño del joven Vivian Trías.
   De modo pues que aquella tarde del domingo 25 de noviembre, día de elecciones, encontré a Trías en la sede de la 4190, algo ajeno a la agitación del club. Había perdido su vivaz locuacidad y no me ofreció, como tantas veces antes y después, ninguna interpretación socio-histórica sobre el resultado que se veía venir. Respeté su reserva. Tenía él tan poco que hacer en el corazón del feudo de Erro, que se ofreció a llevarme en su cachila a mi circuito, en el Prado. Durante el trayecto conversamos, quizá, de algún histórico buey perdido en el pasado nacional. No me preguntó, por cierto, a quién iba a votar.
   Me dejó frente a la escuela donde se encontraba mi mesa y retornó a Colón. Luego de votar fui al Centro y compré El Plata, que acababa de salir. Lo leí, en consecuencia, antes que Trías. Hace unas mañanas estuve en la Biblioteca del Palacio Legislativo para verificar lo que me dictaba la memoria después de veintiocho años. Allí estaba, en El Plata. Título de la primera página: “El acto electoral se cumplió normalmente en todo el país”, seguido por las fotos de los candidatos de aquella casa periodística, en el ritual de la urna: Adolfo Tejera, Pedro P. Berro, Daniel Fernández Crespo, Eduardo Víctor Haedo, Washington y Enrique Beltrán, el ingeniero Giannastasio. Hacia abajo, a la derecha, un recuadro con el siguiente texto: “EL VOTO DEL DR. FRUGONI. Noviembre 25 de 1962. Dr. Juan Andrés Ramírez. De mi mayor consideración: Como un repórter del diario de su digna dirección me requirió la información de dónde iría yo a votar, véome obligado a comunicarle —agradeciéndole desde luego el interés periodístico acordado a mi modesta persona— que no podré concurrir a votar, o sea a depositar mi voto «en» blanco (y no «para» los blancos de ninguna fracción, inclusive la de Erro y sus acompañantes). Me lo prohíbe la prescripción médica del doctor que me asiste, Roberto Guerra Sánchez. Tengo intensa fiebre con tendencia a subir tironeando de mis 82 años y pico. Debo, pues, guardar cama. Que, después de cuanto he venido perdiendo a lo largo de mi cascoteada vida pública, es lo único que puedo perder. Lo saluda su admirador y amigo afmo. Emilio Frugoni”.
   No recordaba yo, en cambio, la existencia de otro recuadro, casi pegado al anterior, pero más abajo, bien a la derecha, ángulo inferior, impremeditado complemento del anterior: “LA SALUD DEL DIRECTOR DE EL PLATA. Desde hace algunos días sufre un serio quebranto en su salud el Director de El Plata, Dr. Juan Andrés Ramírez. Aunque pese a los cuidados que se le han prodigado, el estado del enfermo no ha experimentado mejoría, subsiste todavía la plena confianza que inspiran la fortaleza de su organismo y los poderosos recursos actuales de la ciencia médica”.
   Profusas cogitaciones provocan ambos recuadros, si se los hace dialogar. Solidaridad entre enfermos es la primera: uno real, verdadero; el otro fingido, imaginario, con esa fiebre o calentura política en la que poco tiene que ver la ciencia médica. Solidaridad generacional es la segunda: Frugoni y Ramírez pertenecían a la generación del Novecientos, separados apenas por cinco años (Ramírez, N. 1875; Frugoni, N. 1880). Abogados ambos y ambos profesores de la Facultad de Derecho, compartían modos y estilos políticos de su época: doctorales, severos, buena pluma periodística los dos, habituados a los sueltos irónicos e hirientes, a la pedana alfombrada por sesudos editoriales y a los duros enfrentamientos en el hemiciclo parlamentario. Solidaridad de viejos, en consecuencia, que se van quedando solos y desplazados por jóvenes alborotadores e irrespetuosos.
   O ninguna solidaridad, si el examen de los textos imita la malicia judicial de las fechas: Ramírez ya guardaba cama absoluta y no ejercía la dirección de El Plata, lo que ignoraba Frugoni; mensajero de éste que entrega al vespertino la carta posdatada y asegura que se publique la misma tarde de las elecciones, para que el remitente no sea acusado de indisciplina partidaria y de influir con su prestigio en la evasión del voto socialista; revelación pública, sobre la hora del cierre de las urnas, de su anuncio entre íntimos de que votaría en blanco e inversión mordaz que le permite proclamar que jamás podría votar a un blanco como Erro y reducción al carácter de “acompañantes” a los socialistas que votaron por el caudillo del barrio.
   Fue el de Frugoni un ácido deslinde de responsabilidades, un fundamento de abstención y una reprobación pública a Vivian Trías y a los jóvenes que lo siguieron en su invento electoral. El anciano conductor había calculado al milímetro los efectos de sus entrelineas.
   Al primer bochorno, a las cinco de la tarde, le siguieron otros, horas después: el PS perdía su representación parlamentaria, queriendo ampliar su frontera se encogía hasta casi desaparecer, era de laboratorio o de papel la “revolución democrático-burguesa”, la meta de implantar el socialismo se perdía en el futuro inalcanzable, los lemas tradicionales (agotados en el diagnóstico de Trías) revelaban su fortaleza ya que seguían reteniendo el noventa por ciento del electorado, el FIDEL ganaba la penca de los partidos menores. Exactamente todo al revés, sin inversión dialéctica que la explicara.
   Desolación en Casa del Pueblo: ¿adónde se habían ido los votos socialistas? Posiblemente a la abstención; quizá —vista la buena votación de la 4190 en las zonas de Erro— se produjo una fuga masiva del frugonismo hacia la Lista 99 de Zelmar Michelini, expulsado de la 15 por Luis Batlle. Días después se divulgaba el
 
ESCRUTINIO PRIMARIO ELECCIONES 1962
 
Lema                                                                    Votos                                            %
 
P. Nacional                                                          466.223                                        45.80
P. Colorado                                                         458.601                                        45.04
Fidel                                                                      36.922                                          3.63
PDC                                                                       31.526                                          3.10
UP                                                                         23.694                                           2.33
 
   En el contexto continental, hacia el Caribe, ese fin de año Fidel Castro tuvo que contemplar impotente el desmantelamiento de las rampas de lanzamiento de cohetes soviéticos que apuntaban hacia Estados Unidos; fue una pulseada que puso en peligro la paz del mundo y en el que venció Kennedy y perdió Kruschev, iniciando así su ocaso. Fidel comenzó a pensar en cómo escapar del aislamiento de su revolución e imaginó extenderla con la creación de la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad), la multiplicación de movimientos guerrilleros, el aliento a la teoría foquista del francés Regis Debray y la expedición de Ernesto Che Guevara a Bolivia.
   En los cañaverales de Bella Unión, Raúl Sendic y los suyos analizaron la experiencia de la UP y comprendieron que por la vía electoral no se hace la revolución. Ellos también eran conscientes de las fronteras que limitaban el crecimiento de la izquierda. Meses más tarde, en julio de 1963, robaron su primer lote de armas en el Tiro Suizo, departamento de Colonia.
   Juan Andrés Ramírez estaba realmente enfermo y murió el 6 de enero de 1963, a los ochenta y ocho años. Emilio Frugoni, en cambio, se recuperó de su calentura, emprendió una campaña periodística (en Marcha, hospedado por Quijano) para reconstruir los restos de su parlo bajo el nombre de Movimiento Socialista. Recorrió, apoyado en su grueso bastón, los barrios de Montevideo y las capitales del Interior. Murió en 1969, a los ochenta y nueve años, sin ceder en sus convicciones, durante las medidas de seguridad del Presidente Pacheco. Nunca fue expulsado del PS.
   Nenuca Soares de Lima, inesperada diputada de la UP por el departamento de Canelones, retornó al lema del Partido Nacional y luego desapareció de la vida pública. Enrique Erro siguió viajando colgado del ómnibus desde su domicilio en la ciudad de La Paz, siempre en la lucha, tenazmente aferrado a su lista y al lema UP.
   Los historiadores que la izquierda merezca, decidirán algún día si el invento de la Unión Popular fue prematuro o avanzado, si su descalabro constituyó un mero papelón o el borrador que prefiguró la alianza del Frente Amplio. También el tiempo se pronunciará acerca de las ideas políticas que, gestadas en el decisivo segundo lustro de los años cincuenta, son una modesta nota al pie o un capítulo importante en el pensamiento histórico uruguayo. Además, ¿qué validez o alcance tiene el caudillismo didáctico si no arraiga socialmente? ¿Qué función desempeñan los intelectuales en la vida de los partidos políticos?
   Las juventudes socialistas, maltrechas y también divididas, creyeron descubrir, después de 1962 y a través de los cubanos, virtudes desconocidas en el leninismo. Vivian Trías, agitador, intelectual, no quiso el destino de Frugoni y permaneció con ellas, siguiéndolas en otra aventura política, cada vez más arriesgada y cercana a la tragedia. El caudillo didáctico se transformaría en compañero de sus discípulos y el conductor en conducido. Pero esta es otra historia que nada tiene de prólogo y tampoco trata de innovaciones doctrinarias ni de reformulaciones originales entregadas a la teoría política nacional desde el pensamiento socialista. El domingo negro de noviembre de 1962, el de la derrota electoral de la UP, terminaron los años de formación y aprendizaje de Vivian Trías, ese período decisivo en la trayectoria personal que los alemanes llaman Bildungsjahren. Cierre tardío, en todo caso, puesto que el ensayista e historiador tenía cuarenta años.
Diciembre, 1990