Tomo 4: Historia del imperialismo norteamericano. Vol. 2
Prólogo de Carlos Machado. No es necesario presentar a Trías ni pedir atención sobre su “Historia del imperialismo norteamericano”, que culmina un trabajo porfiado y provechoso de investigación medular. Esa que acompaño con el rigor de su capacidad de análisis probada, la pasión que nutrió su vida militante.
Es la ocasión en cambio para destacar las duras circunstancias en que la escribió. Estaba silenciado y acosado. Contempló y desechó, por entonces, la posibilidad de salir al destierro, mientras era posible. Redobló su trabajo, como había sucedido casi diez años antes, en aquel anticipo de abusos mayores que fue la proscripción de su partido. Alumbró esos tres tomos que Peña Lillo se atrevió a editar en Buenos Aires al correr de diciembre del 75. Con ambos compartimos la conversación en la que se arriesgó la apuesta editorial. Nutrida con dolores y esperanzas.
Morales Bermúdez había derrocado a Velasco Alvarado torciendo a la derecha el proceso político peruano. Terrorismo y contraterrorismo salpicaban de sangre a la Argentina (lo de Monte Chingolo, ocurrió en esos días). Asomaba el duro liderazgo de Margaret Thatcher. Pero se liberaba el Vietnam y en Camboya también naufragaba el gobierno que impuso la CIA. Portugal acentuaba la transformación que impulsaron las fuerzas armadas, nacionalizando seguros y bancos. La Gulf, acorralada, confesaba sobornos luego traducidos en cuantiosa ganancia ilegal.
Historias de atropellos y despojos. De invictas resistencias. De un dilema de hierro: liberación o amarga dependencia. Un poder hegemónico, que anuda el predominio en la primea guerra que llamamos mundial en este siglo. Y enfrente un desafío: el de la rebelión de las orillas.
Por eso se abordó el tema, entre dificultades. Sabía, como ya dijo Larra que “en tiempos como estos los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar”. Luis Iglesias Feijoo, que lo comenta, desprende la lección: “para el poder nada hay tan cómodo como que el escritor acepte que lo que no se puede decir, no se debe decir.” O repitiendo a Marx: “la censura no elimina la lucha, la vuelve unilateral: la transforma de lucha abierta en secreta.“
Si en el 69, durante la prisión ,hilvanó su “Juan Manuel de Rosas”, en el 75, asediado, publicó en Buenos Aires su “cuaderno” sobre el Paraguay y produjo el primero de los tres tomos sobre el imperialismo norteamericano (“La pugna por la hegemonía”). Allí estaban las claves. En Rosas la batalla por la soberanía, como testarudez. En el Paraguay, de Rodríguez de Francia a los López, el autodesarrollo como experimento cercano arrasado por la prepotencia exterior. En la historia imperial de los americanos del norte un proyecto ambicioso primero y muy pronto abusivo detrás de su “destino manifiesto” como vocación: la conquista arrogante de la supremacía.
Estupenda lección. Sin trampa, contrabando ni propuesta forzada hacia la conclusión inducida con predisposición. Historia y política, si. Pero no la primera para prestar servicio a la segunda. Tampoco reducida al mero pasatiempo de contar historias.
Sencillo magisterio. El que signó su vida, generosa.
Es la ocasión en cambio para destacar las duras circunstancias en que la escribió. Estaba silenciado y acosado. Contempló y desechó, por entonces, la posibilidad de salir al destierro, mientras era posible. Redobló su trabajo, como había sucedido casi diez años antes, en aquel anticipo de abusos mayores que fue la proscripción de su partido. Alumbró esos tres tomos que Peña Lillo se atrevió a editar en Buenos Aires al correr de diciembre del 75. Con ambos compartimos la conversación en la que se arriesgó la apuesta editorial. Nutrida con dolores y esperanzas.
Morales Bermúdez había derrocado a Velasco Alvarado torciendo a la derecha el proceso político peruano. Terrorismo y contraterrorismo salpicaban de sangre a la Argentina (lo de Monte Chingolo, ocurrió en esos días). Asomaba el duro liderazgo de Margaret Thatcher. Pero se liberaba el Vietnam y en Camboya también naufragaba el gobierno que impuso la CIA. Portugal acentuaba la transformación que impulsaron las fuerzas armadas, nacionalizando seguros y bancos. La Gulf, acorralada, confesaba sobornos luego traducidos en cuantiosa ganancia ilegal.
Historias de atropellos y despojos. De invictas resistencias. De un dilema de hierro: liberación o amarga dependencia. Un poder hegemónico, que anuda el predominio en la primea guerra que llamamos mundial en este siglo. Y enfrente un desafío: el de la rebelión de las orillas.
Por eso se abordó el tema, entre dificultades. Sabía, como ya dijo Larra que “en tiempos como estos los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar”. Luis Iglesias Feijoo, que lo comenta, desprende la lección: “para el poder nada hay tan cómodo como que el escritor acepte que lo que no se puede decir, no se debe decir.” O repitiendo a Marx: “la censura no elimina la lucha, la vuelve unilateral: la transforma de lucha abierta en secreta.“
Si en el 69, durante la prisión ,hilvanó su “Juan Manuel de Rosas”, en el 75, asediado, publicó en Buenos Aires su “cuaderno” sobre el Paraguay y produjo el primero de los tres tomos sobre el imperialismo norteamericano (“La pugna por la hegemonía”). Allí estaban las claves. En Rosas la batalla por la soberanía, como testarudez. En el Paraguay, de Rodríguez de Francia a los López, el autodesarrollo como experimento cercano arrasado por la prepotencia exterior. En la historia imperial de los americanos del norte un proyecto ambicioso primero y muy pronto abusivo detrás de su “destino manifiesto” como vocación: la conquista arrogante de la supremacía.
Estupenda lección. Sin trampa, contrabando ni propuesta forzada hacia la conclusión inducida con predisposición. Historia y política, si. Pero no la primera para prestar servicio a la segunda. Tampoco reducida al mero pasatiempo de contar historias.
Sencillo magisterio. El que signó su vida, generosa.